Ceremonia del Té

"La ceremonia del té consiste en hervir agua, preparar té y beberlo". Esa fue la respuesta que dio Rikyu, el legendario maestro del té, cuando le preguntaron en qué consiste el arte que practica.
Para los occidentales nos resulta muy difícil de entender cómo algo tan cotidiano puede ser considerado un arte. Lo que ocurre es que, precisamente en el hecho de la trascendencia de lo que se hace, por más cotidiano que sea, radica el sentido del arte. 

Para el japonés tradicional, el arte consiste en el camino, en el sentido con el que se hacen las cosas; no importa qué se hace, sino cómo. Lo importante es alcanzar la maestría y no importa en qué. Este camino, el "Do" (Tao para los chinos), es el mismo en todas las artes y ciencias. Es el sendero que conduce hacia el satori, hacia la integración del hombre con las leyes naturales, con el sentido de la naturaleza.

Por lo dicho, la ceremonia del té o Sado tampoco es hacer de algo cotidiano algo "bonito". Beber el té con el corazón sería hacer que eso que es cotidiano, al intervenir el arte, traspase la esfera de lo mundano para convertirlo en una ceremonia, cuya estética deviene de una ética basada en criterios que solo se pueden aplicar cuando se viven, cuando son parte de quien los manifiesta. Quien es capaz de aquéllo, es un maestro.

El dar en el blanco con una flecha, el vencer a un rival con un solo movimiento, el hacer un corte en la madera una vez y bien hecho, así como la perfección al servir el té, son la manifestación de ese dominio de sí mismo, consecuencia exterior de una vivencia interior. Por esto la técnica no es lo más importante.

El "palacio" del té es una choza, una cabaña donde el más noble de los hombres es obligado a entrar con humildad, a arrodillarse para entrar. A través de un agujero de 60 por 80 centímetros, absolutamente todos los comensales de esta ceremonia deben someterse a "entrar a gatas", a cambiar su estado de conciencia dejando afuera los problemas del mundo exterior junto con sus zapatos y sus armas. Están entrando a un espacio sagrado, y durante la ceremonia, lo cotidiano no existe: si algo se hace, es sagrado; si algo se dice, es sagrado.

Los materiales y la forma en la que ha sido trabajado este "palacio" crean un ambiente que es capaz de transformar en música los tonos del agua al hervir, que permiten que se escuche cómo el carbón es abrasado. Los colores de la piedra, la madera, la paja y el papel, opacos como la piel del japonés, tamizan la luz, el sonido y los aromas con firmeza y suavidad al mismo tiempo. El sabor de cada bocado ofrecido se adapta a la situación y al individuo.

La austeridad del sitio es coherente con su sentido y adecuado al carácter de su anfitrión, como todo lo destinado al encuentro: la vestimenta, la decoración, los utensilios, el jardín… Todo es adecuado a esta celebración y a estos invitados, no a los de ayer ni a los de mañana.

Así se genera un mágico equilibrio que condiciona los sentidos hacia la percepción de lo invisible, del vacío, de aquello que está en cada elemento que conforma el espacio, como en la vida del maestro.

Todo tiene un sentido, una misma tendencia; cada parte, independientemente o conjugada, está en armonía con el todo...

La conducta de uno debe ser natural e imperceptible.
Las flores deben concordar fácil y placenteramente con el salón.
Los utensilios de té deben reflejar la edad o juventud de los invitados.
Los arreglos del salón del té deben ser tales que complazcan los corazones de los anfitriones e invitados y no distraigan sus pensamientos.
Esto es de primordial importancia.
Debe penetrar muy profundamente en el corazón no dejando nada de lo exterior.

Adaptación – Revista Esfinge
Fuente: Boletín Heka

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